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Juan fariña

Juan fariña

Un hombre subía por el camino en dirección a la mina. Era de elevada estatura y por su traje, cubierto por el polvo rojo de la carretera, parecía más bien un campesino que un obrero. Un saco atado con una correa pendía de sus espaldas y su mano derecha empuñaba un grueso
bastón, con el que tanteaba el terreno delante de sí.  Pidió lo llevaran a presencia del capataz.
 -Me llamo Juan Fariña, y quiero trabajar en la mina de barretero -le dijo tranquilamente el ciego.
-Quedas aceptado -dijo el capataz, después de un instante de vacilación-, un ciego que no pide limosna y desea trabajar merece ser bien acogido; puedes empezar cuando gustes.
Desde aquel día quedó Fariña incorporado al personal de la mina, conquistándose muy luego la reputación de obrero inteligente y valeroso. La deferencia con que era tratado por los jefes y su
carácter huraño y retraído le enajenaron las simpatías de sus camaradas, quienes no podían comprender que aquel ciego prefiriese los trabajos y miserias del minero a la vida libre y sin afanes del mendigo. Aquello no era natural y debía encerrar algún misterio.

Durante aquellas quince horas de ruda faena arrancaba del filón un número de vagonetas superior al mínimum reglamentario. Aquello desconcertaba a los más esforzados barreteros, pues en aquel sitio el mineral era duro y consistente y el mejor de ellos jamás había alcanzado un éxito semejante.
Este hecho robusteció en la crédula imaginación de aquellas sencillas gentes la creencia de que Fariña era un ser extraordinario. Contábase de él que sólo iba a la mina a dormir y que un socio cuyo nombre no se atrevían a pronunciar, desprendía de la vena el carbón necesario para completar la tarea del día. Y no era un misterio para nadie que por la noche, cuando quedaba la mina desierta, se oía en la cantera maldita un redoble furioso que no cesaba hasta el alba. Aquel obrero
infatigable, del que se hablaba en voz baja y temerosa, no era sino el Diablo. Dos viejos mineros encargados de vigilar por las noches los corredores de ventilación veían amontonarse el carbón con asombrosa rapidez delante del incógnito y nocturno obrero, cuando de pronto un pedazo arrancado con fuerza del innoble bloque derribó dos trozos de madera de revestimiento apoyados en la pared, los que al caer el uno sobre el otro, formaron por una extraña casualidad una cruz en el húmedo suelo del corredor. Un terrible estallido atronó la bóveda y una ráfaga de aire azotó el rostro de los dos obreros clavados en el sitio por el espanto, desapareciendo súbitamente la infernal visión.

A la mañana siguiente ambos fueron encontrados desvanecidos en el fondo de una galería mal ventilada, y desde ese instante nadie dudó en la mina de que un tenebroso pacto ligaba al borrecido ciego con el espíritu del mal. Sus vecinos en la cantera abandonaron sus labores trasladándose a otro sitio, viéndose obligado Fariña para no abandonar la faena a ser barretero y carretillero a la vez. P or aquel exceso de trabajo su musculoso cuerpo fue perdiendo poco a poco aquel aspecto de fuerza y de vigor.Un decaimiento visible se operaba en él, y los obreros que lo observaban atribuíanlo a que el término del nefando pacto debía de estar próximo. Los mineros veían en aquel ciego un enemigo de su tranquilidad y de la existencia de la mina misma. De un hombre que tenía pacto con el Diablo no podía esperarse nada bueno. -Cuando yo muera, la mina morirá conmigo -había dicho el misterioso ciego. En la semana que precedió a la gran catástrofe, Fariña obtuvo la plaza de vigilante nocturno de aquella sección de la mina donde trabajaba, empleo cuyo desempeño le era relativamente fácil.
Ese paraje había sido siempre objeto de vigilancia especial de parte de los ingenieros. Situado debajo del mar, las filtraciones eran abundantísimas en aquella galería y la amenaza de un hundimiento era una idea que preocupaba a los jefes y operarios desde muchos años atrás. Seis de aquellos pilares estaban perforados a la altura de un metro. Con ayuda de la barrena quitó el ciego la arcilla que disimulaba los agujeros, y con la calma y seguridad del que ejecuta una operación largo tiempo meditada, introdujo en cada uno de ellos un cartucho de dinamita.

Después de un instante se inclinó de nuevo: en su mano derecha brillaba un fósforo encendido y un reguero de chispas recorrió velozmente el suelo.El siniestro personaje retrocedió entonces una
veintena de metros por el camino que había traído, quedándose inmóvil con los brazos cruzados en medio del corredor.

Los trabajadores acudían y se agrupaban consternados en torno del pique, contemplando silenciosos a los ingenieros que por medio de sondajes comprobaban el desastre.El agua de mar llenaba toda la mina y subía por el pozo hasta quedar a cincuenta metros de los bordes de la
excavación.

El nombre de Fariña estaba en todos los labios, y nadie dudó un instante de que fuera el autor de la catástrofe.

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